martes, 29 de diciembre de 2015

El misterio de "La momia Juanita" (1431-1445)

El descubrimiento de “Juanita” en la cima del apu Ampato ha revelado que los incas hacían sacrificios humanos y ha demostrado que los antepasados del hombre andino están en el istmo de Panamá. 

El Ampato, uno de los "apus", deja al descubierto a "Juanita"
Johan Reinhard, el "gringo", había hecho turismo de aventura desde los 15 años de edad, trepando montañas en los Himalaya (Asia) y en los Andes. Tenía el premio "Rolex de Investigaciones Riesgosas". Además, poseía el récord mundial de ascensos a picos de más de seis mil metros de altitud. Había estudiado con acuciosidad Machu Picchu, Chavín de Huántar y las Líneas de Nasca. Estaba, pues, familiarizado con la naturaleza peruana y las huellas de sus antiguos pobladores. Para él y Miguel Zárate, guía arequipeño, era casi una cosa rutinaria visitar a los "apus".
Un día del año 1995, cuando escalaban el Ampato (6380 m de altitud), Miguel Zárate observó un objeto reluciente que emergía de una pequeña hondonada en los límites inferiores del glaciar. "¡Aquí hay algo!" -dijo, emocionado. Bajaron al lugar y hallaron un bulto. Lo limpiaron con cuidado y, con asombro, vieron que se trataba de una momia. Reinhard dijo que se trataba de la momia congelada mejor conservada del mundo.
Además, ...era de una adolescente. Zárate la bautizó como "Juanita", en homenaje a Johan (Juanito). En el pequeño santuario de "Juanita", encontraron varias "illas" (estatuillas de oro y spondylus), keros, huacos y zapatos de piel de auquénido. Para su "alimento en el más allá", estaban enterrados alrededor de "Juanita" 19 tipos de plantas, entre las que sobresalían el maíz y varias leguminosas. A los pocos días, "Juanita" fue trasladada a la ciudad de Arequipa donde fue colocada en una refrigeradora.

La "Dama de Ampato" causó sensación en el mundo científico 
El descubrimiento de "Juanita", a quien la empezaron a llamar también la "Dama de Ampato", causó sensación en el mundo científico. En los meses de mayo y junio de 1996, "Juanita" fue exhibida en la sede de la National Geographic Society, en Washington, en una urna especialmente climatizada. Cuando la señora Hilary Clinton la visitó hizo un comentario muy gracioso, dijo: "...quisiera tener el cutis tan cuidado como el de la Dama de Ampato". La revista National Geographic del mes de junio de 1996 lanzó un encarte especial sobre "Juanita", con 20 páginas, 22 fotografías, 3 dibujos y 3 infografías. Konrad Spindler manifestó que: " Es el ser humano mejor conservado de las Américas". Reinhard lanzó una afirmación: "Es la primera mujer hallada en los Andes más cerca al Cusco... Pudo ser cusqueña, pudo llegar viva al nevado y pudo ser sacrificada en pareja".

La momia de “Juanita” es mostrada por el montañista arequipeño Miguel
Zárate, el 8 de setiembre de 1995 (foto: National Geographic).
¿Quién había sido la “Dama de Ampato”?
La "Ice Maiden" ("Dama de Hielo"), otro apelativo con que se dio a conocer "Juanita", fue sometida a una autopsia virtual en los laboratorios de la Johns Hopkins Hospital de Baltimore, Maryland-Estados Unidos. Mediante un complejo sistema computarizado, le hicieron tomografías y placas de rayos X tridimensionales. Los científicos llegaron a las siguientes conclusiones:
1. "Juanita" murió a los 14 años de edad; entre 1440 - 1450 d.C.
2. No había sufrido de ninguna enfermedad. 
3. Tenía un tamaño de 1,40 m. 
4. "Juanita" era esbelta y bella. 
5. Había gozado de una alimentación con una perfecta dieta balanceada. 
6. Tenía una dentadura perfecta y huesos fuertes. 
7. La habían preparado para que muera sacrificada en honor al "apu" Ampato, para calmar su furia. 
8. Había ayunado un día antes del sacrificio al dios de los temblores. 
9. "Juanita" había muerto de un certero golpe en la cabeza, producido con una macana, "...como un golpe de un bate de béisbol", cuando estaba arrodillada. 
10. Los científicos comprobaron que tenía una fisura de 0,5 m en el cráneo y una hemorragia interna que terminó con su corta existencia.

“Juanita” siendo sometida a un riguroso examen médico-científico
El ADN de "juanita" y una fehaciente comprobación científica
Los científicos del Genomic Reschard Institute (TIGH), de Maryland, en otra prueba de laboratorio, lograron recuperar un grupo de células extraídas de los tejidos del corazón de "Juanita". Esas pruebas científicas, sirvieron para: 1. Identificar su ADN ("ácido desoxirribonucléico"). 2. El ADN de "Juanita" lo compararon con el programa del Mapa Mundi Genético, elaborado por el Proyecto Genoma Humano. 3. Esos estudios, demostraron que"Juanita" tenía íntimo parentesco con la tribu Ngoge de Panamá y con las antiguas razas originarias de Taiwán y Corea. Los del Proyecto Genoma Humano, durante cinco años, habían movilizado a cientos de biólogos que habían recogido muestras de sangre de todas las naciones de la Tierra, ubicando geográficamente los grupos de ADNs.
Esa muestra mundial, demostró que "...la raza humana bajó de los árboles en el noreste africano y se propagó por todos los rincones del mundo".
4. El estudio del ADN de "Juanita" demostró, pues, que el hombre asiático llegado por el estrecho de Bering a América procedía de Taiwán y Corea.

Grupo de médicos norteamericanos examinando a la momia “Juanita”
(foto: National Geographic).
La presencia testimonial de "Juanita"
"Juanita" se halla en el Museo Santuario de Altura del Sur Andino, de la Universidad Católica de Santa María de Arequipa. Dicho museo se encuentra en la calle Samuel Velarde 305, Umacollo-Arequipa. "Juanita" está en un congelador especial, defendida del medio ambiente por una cámara de vidrio, cerrada al vacío. La urna está asegurada con perfiles de acero y tiene en su interior dos capas más de plexiglas. El ambiente interno de la cámara de "Juanita" está regulado por un sistema de congelación computarizado que mantiene una temperatura entre -19,2 y -19,5º Celsius, para que la momia no se deshidrate. Junto a ella están la "Urpicha" ("palomita"), momia hallada en el Pichu Pichu (5600 m de altitud), Arequipa; "Sarita", encontrada en el Sarasara, entre Arequipa y Ayacucho; y otras cinco momias halladas en el nevado del Misti, en agosto de 1998. Esos hallazgos de adolescentes sacrificadas en honor a los "apus", demuestran que en la época incaica también se practicaron sacrificios humanos.

Vaso de madera tallado encontrado entre los
utensilios de la tumba de Juanita
Las momias incas de Llullaillaco (Argentina) 
Como para ratificar lo que significa haber hallado a “Juanita”, una expedición de la National Geographic Society exploró las cumbres del nevado Llullaillaco, Argentina entre el 16 de marzo y el 6 de abril de 1999, y encontró tres momias que tenían una antigüedad de 500 años. Ese hallazgo histórico fue ampliamente comentado, y ratificó dos hechos: 1. El Tahuantinsuyu extendió sus dominios por el sureste hasta la actual República de Argentina, y 2. Se confirmaba que en la época de los incas se hacían sacrificios humanos.
“Las momias, decía la agencia Efe, estaban a casi 7000 metros de altura en un volcán argentino, en el monte Llullaillaco, y permitirán conocer más profundamente el tipo de sacrificios que los incas ofrecían a sus dioses.
Con una técnica de embalsamamiento de los cuerpos aún no suficientemente conocida, cubiertas con ricos ropajes y rodeadas de ofrendas y estatuillas de oro, las momias han resistido el paso del tiempo, protegidas por las bajas temperaturas que reinan en las estribaciones andinas... Más de 500 años después de que dos niñas y un niño fueran sacrificados como ofrenda a los dioses por esa civilización, sus cuerpos han podido ser recuperados en una excavación dirigida por el arqueólogo Johan Reinhard, con los auspicios de la National Geographic, que ha impulsado excavaciones arqueológicas bajo los océanos, los hielos polares y las antiguas civilizaciones del mundo”.

Una de las tres momias halladas en Llullaillaco, en perfecto estado de conservación
Las ofrendas halladas en el Llullaillaco
“El fardo más pequeño de una niña aproximadamente de ocho años es el que causó mayor impresión. El rostro moreno, lo único visible por el momento, se encuentra perfectamente conservado e incluso se puede observar los ojos semiabiertos, además de su cabello negro con una mascapaycha (una chapa de oro oxidada de más de 10 centímetros que parece un hongo). Está envuelta en una cobertura de mantas de lana de distintos tonos de marrón, elaborada en lana de alpaca, en la cual existen algunos rastros de quemaduras como consecuencia posible de la caída de un rayo. Las otras dos reliquías pertenecen a una niña de catorce años y a un niño de entre ocho y nueve años. A ninguna se la identifica hasta el momento con un nombre
determinado. Estos cuerpos fueron encontrados con 36 estatuillas de oro, plata y valva spondylus, mantos, tejidos con decoración geométrica de vivos colores, penachos de pluma, chuspas (bolsitas tejidas) con comida de charqui, habas y hojas de coca. Además, se encontró un aríbalo (vasija de muy fina cerámica), sandalias de cuero con tirantes de lana, una vincha, una suerte de cuerda de lana, una figura de llama y una cuchara de madera. También había collares de conchas marinas (spondylus), que provenían del océano Pacífico y significan el dominio de las aguas (“El Comercio”; 15-03-99).
En la actualidad, dichas momias se encuentran en Salta, a 480 km del hallazgo, donde fueron llevados con los cuerpos todavía congelados, en recipientes especiales. Las momias se hallan en la universidad de Salta, a 15 grados bajo cero, temperatura aproximada a la de la cumbre del volcán Llullaillaco.

 JULIO VILLANUEVA SOTOMAYOR  
"Biografías" - JUANITA

lunes, 28 de diciembre de 2015

¿Por qué se perdió la Guerra contra Chile?

Última entrevista a Andrés A. Cáceres
En 1,921, el héroe de la Guerra del Pacífico respondió una de sus últimas entrevistas. ¿Por qué perdimos la guerra? No hubo armonía cultural ni política... y mucha traición en los sectores pudientes. Suena tan vigente. La patria celebra hoy, estremecida de júbilo, la gloriosa efeméride de la batalla de Tarapacá, página honrosa de nuestra historia y blasón de orgullo para el Ejército Nacional. Todos los peruanos evocamos, con los ojos, el alma, la epopeya singular en que un puñado de bravos, sublimados por el sacrificio y exaltados por el infortunio, en vigoroso empuje, destrozaron a las poderosas y engreídas huestes chilenas, poniéndolas en vergonzosa fuga.
Si desgraciadamente fue infecunda esta victoria, por la impotencia de nuestro Ejército para perseguir, desprovisto como estaba de caballería, a los derrotados enemigos, debemos guardar, empero, eterno culto a ese puñado de bravos que, lejos de abatirse ante la fatiga, el hambre y la desnudez a que quedaron reducidos, después del desastre de San Francisco, reconcentraron todas las potencias de su alma y todas las fuerzas de su organismo en un supremo ímpetu de coraje para cubrirse de gloria y dar a la América una lección única de heroísmo y de energía. Al rememorar, nosotros, esta hazaña imperecedera, saludamos llenos de patriótico orgullo a los beneméritos sobrevivientes de ella. En el pintoreso barrio del Leuro en Miraflores, al amor de la soledad y la paz campesinas, vive, entregado a sus recuerdos y mimado por el cariño de los suyos, el viejo Mariscal del Perú. Hasta su poético retiro, va a buscarle el insaciable reclamo de nuestra curiosidad periodística y el homenaje rendido de nuestro orgullo patriótico y encontrando la acogida cordial de su vejez gloriosa.

Lo hallamos en su escritorio, acomodado en un sillón de cuero, abrigadas las débies piernas por gruesas mantas de color oscuro. Visto correcto de jaquet gris y cubre la nieve de sus canas, con una gorra del mismo color. Decoran las paredes del aposento finas estampas que reproducen escenas guerreras.

De un gran cuadro al óleo, que se alza sobre el escritorio, se destaca la fina y bella efigie de la hija del mariscal, cuya fresca y alegre juventud fue tronchada por la muerte. Frente al retrato del héroe de La Breña, luciendo sobre su pecho las medallas ganadas a fuerza de bravura y de audacia, y sobre el rostro, la condecoración eterna de su gloriosa cicatriz.
Mariscal, en el aniversario de la victoria de Tarapacá, demandamos de usted, el relato vívido de esa gloriosa acción.
Se anima el rostro venerable del anciano guerrero. Un relámpago encandila sus pupilas y alisándose, nerviosamente, las albas barbas puntiagudas, nos dice: Recuerdo la batalla, con absoluta precisión, y voy a relatársela, como si acabara de realizarse.


Y empieza el relato con voz emocionada:
Me encontraba yo, con mi división, en una de las calles de Tarapacá, tomado un rancho frugal, antes de emprender, con todo el Ejército y como lo habían hecho ya las tropas del general Dávila, la retirada hacia Arica, después del desastre de San Francisco, cuando mi ayudante que había distinguido al enemigo en la cresta de los cerros situados al Oeste de la ciudad, llegó corriendo a avisármelo. Al recibir esta inesperada noticia, estaba comiendo. Solté la pequeña cacerola que contenía mi ración, y procediendo con impetuosa actividad, ordené a mi división que se lanzara con la bayoneta calada, cerro arriba, para desalojar al enemigo.
Procedí rápidamente a dividir mis tropas en tres columnas: la primera y la segunda compañías formaban la de la derecha, que puse al mando del comandante Zubiaga, valiente y experto jefe; la del centro la constituyeron la quinta y sexta compañías, mandadas por el mayor Pardo Figueroa, distinguido jefe, también, y la de la izquierda quedó formada por la tercera y cuarta compañías que confié al mayor Arguedas.
Advertí a mis tropas que evitaran hacer fuego, mientras no hubieran alcanzado la cumbre, para economizar las municiones, que, por desgracia, eran muy escasas. Al coronel Recavarren, Jefe de Estado Mayor, le envié en comisión donde el coronel Manuel Suárez, que tenía el mando del batallón Dos de Mayo, para que hiciera, con sus fuerzas, igual distribución a las del Zepita, y se colocara a mi izquierda. A poco, ya cuando mis bravos soldados se habían lanzado al combate, llenos de entusiasmo y de ardor bélico, el coronel Belisario Suárez toma sus disposiciones y los coroneles Bolognesi, Ríos y Castañón, se sitúan en sus respectivos emplazamientos.
El Zepita escala el cerro por el lado Oeste, con empuje irresistible desafiando los tiros que el enemigo descarga sin descanso sobre ellos. Se despliegan en guerrilla y sin detenerse, disparan incesantemente, a ciento cincuenta metros del enemigo, que cede al empuje de los nuestros. La columna Zubiaga, se lanza a la bayoneta sobre la artillería chilena y, audazmente, se apodera de cuatro cañones. Las columnas de Pardo Figueroa y de Arguedas, despedazan, entre tanto, a la infantería enemiga.

Perdón, Mariscal, en ese asalto, ¿qué acción notable de arrojo, de sus soldados, recuerda usted?
No puedo olvidarme del heroísmo del Alférez Ureta, de la compañía primera de la columna derecha, que inflamado por un ardiente entusiasmo patriótico y un coraje a toda prueba, se montó sobre un cañón chileno, lanzando estruendosos vivas a la patria. Tampoco me olvidaré nunca de un acto meritísimo del comandante José María Meléndez, veterano de la Columna Naval, uno de los primeros en unírseme en el asalto al enemigo.
Cuando derrotados los chilenos y cansados nosotros de perseguirlos infructuosamente, por falta de caballería; desfallecíamos de sed y de hambre, al extremo de que me vi obligado a humedecer los labios de algunos de mis soldados con pequeñas rodajas de un limón, que por fortuna llevaba en uno de mis bolsillos de mi casaca; el comandante Meléndez se presentó de repente y sin que yo pudiera explicarme su procedencia, cargando un barril de agua que aplacó la sed de esos valientes. Y como éste, tantos otros episodios de coraje y de entusiasmo.

Y destrozada la infantería y despojados los chilenos de su artillería, ¿qué pasó?
El enemigo así castigado en ese primer combate por los nuestros, huyó a la desbandada, pampa abajo, perseguido de cerca por los nuestros y acampó a una legua de distancia hasta juntarse con otro cuerpo chileno que vení­a a reforzarlos. Entretanto, mi caballo habí­a sido herido de un balazo y hube de detenerme, a mitad de jornada. Un oficial que habí­a encontrado una mula de un regimiento chileno, me la trajo y montado en ella, pude seguir la persecución. Después de tres horas de refriega, tuvimos que contramarchar hasta el sitio donde había tenido lugar el primer ataque, porque mis tropas estaban rendidas por la fatiga de la acción. El general en Jefe Buendía me dio su enhorabuena por el éxito alcanzado por mi división. Pero en medio de la alegría del triunfo, hube deplorar profundamente la muerte de mis mejores tenientes: Zubiaga, Pardo Figueroa, mi propio hermano Juan… también rindieron la vida en el primer encuentro.

¿Y el segundo encuentro?
Reforzada mi división con el batallón Iquique que mandaba el inmortal Alfonso Ugarte, la Columna Naval de Meléndez, un piquete del batallón Gendarmes que mandaba Morey, una compañía del batallón Ayacucho con Somocurcio a la cabeza, una hora después se reanudaba la lucha en plena pampa hacia el SO de Tarapacá. Primero se realiza un vivo combate de fusilería sostenido por ambas partes, con empeño. El enemigo es arrollado cinco veces, rehaciéndose, luego otras tantas. Entonces envolviendo el ala y el flanco izquierdo chileno que manda Arteaga, con mis tropas lo obligué a retirarse hacia el sur. El batallón Iquique llega a tiempo para rechazar a los granaderos chilenos que habían sorprendido al Loa y al Navales.
Sin embargo, antes, Arteaga trata de rehacerse en vano y nosotros cargamos otra vez con irresistible denuedo. En momentos que la victoria se decidía ya por nuestras armas, llegó Dávila con su división al trote (habí­an recorrido 12 kms. desde Huarasiña) y muy cerca del flanco chileno, aún jadeantes, le hace repetidas descargas de fusilería. Entonces yo aproveché para dar el definitivo ataque por el centro, que decidió la derrota de los chilenos que abandonaron el campo, dejando tras de sí sus 6 últimas piezas de artillerí­a Krupp, entonces la más moderna del mundo. Fue en ese momento –prosigue entusiasmado el Mariscal- cuando llamé al Capitán Carrera y, entregándole uno de esto cañones, le dije: “artillero sin cañones, ahí tiene Ud. una pieza para actuar”. Y a fe mía que supo hacerlo, disparando sobre la retaguardia enemiga que huía.
Eran las cinco de la tarde. La batalla había terminado después de nueve horas de reñida lucha. Sobre el campo quedaron muchísimos de mis bravos soldados junto con centenares de enemigos. Pero, le he relatado solamente la parte que me tocó desempeñar a mí, en la altura. Sin embargo Uds. deben saber que en la quebrada, Bolognesi, Castañón, Dávila y Herrera se batieron con ardor. Fue un soldado de Bolognesi, Mariano de los Santos, quien se apoderó de un estandarte chileno. El enemigo es arrojado por esa parte hasta Huarasiña, después de vigorosos encuentros y ahí se reúne con los restos de la división Arteaga, que nosotros habíamos arrollado.
Al mismo tiempo, todo nuestro ejército se concentra, y reunidas todas las fuerzas perseguimos a los chilenos hasta más allá del cerro de Minta. Ya les he dicho que fue imposible barrerlos, como hubiéramos querido, porque la fatalidad que siempre nos acompañó en la guerra, quiso que no tuviéramos caballería. Y así, la victoria fue infructuosa, pues después de ella faltos de víveres y de refuerzos, hubimos de continuar nuestra retirada a Arica.

¿Cómo fue la batalla de San Francisco? 
Doloroso es el recuerdo: la falta de previsión, el espionaje chileno, la defección de Daza y su famoso cable: “Desierto abruma, ejército niégase seguir adelante”, el asalto frustrado, la muerte del Comandante Espinar al pie de los cañones chilenos, la catastrófica retirada nocturna…

¿Cuál fue la causa decisiva de la pérdida de la guerra? 
La falta de organización militar y autonomí­a bélica, particularmente en municiones. Eso en cuanto al aspecto técnico, pero más allá, la discriminación racial fue determinante. No hubo armonía cultural ni polí­tica. La falta de organización militar, de cohesión, de armonía política.
Había patriotismo, había entusiasmo generoso, había valor y virtudes militares en nuestros soldados y en nuestros oficiales, pero también hubo mucha traición en los sectores pudientes.

¿Y en nuestros generales? 
También. Hubo demasiados generales, cuyos conocimientos y aptitudes no pudieron destacarse en la contienda, por falta de disposición de un comando totalmente politizado.

¿Pero, usted cree, que, sin esos defectos y deficiencias, hubiésemos podido ganar la guerra?
Con toda la superioridad numérica y armamentí­stica del ejército chileno, creo, firmemente que sí­. La desunión, el desatino, la ambición polí­tica y la carencia de identidad en los sectores acomodados nos perdieron.

¿Cuándo comenzó su carrera?
En 1854, acababa de estallar la revolución contra Echenique, provocada por los escándalos de la corrupción del guano. De todos los rincones del paí­s, se sumaban las adhesiones. En Ayacucho, mi tierra natal, don Ángel Cavero, uno de los vecinos del lugar, encabezó el movimiento rodeado de simpatí­a popular. Muchos jóvenes nos presentamos voluntarios a filas. Yo contaba 19 años, estudiaba en la universidad de Huamanga y era de los más entusiastas. Nos apoderamos de la gendarmerí­a. Luego llegó el ejército rebelde, en donde terminé de enrolarme. Entonces el general Castilla, a quien sin duda caí­ en gracia, me llamó a su despacho y me dijo: “¿Quiéres seguir la carrera?”, “Sí­, señor, es mi mayor deseo”, le contesté con aplomo. Entonces, me respondió, palmeándome la espalda, “serás un buen guerrero”.

¿Y el mariscal Castilla, cómo le trató a Ud.? 
Castilla, que me conoció desde la batalla de La Palma, me dispensó simpatí­a y apoyo. Tanto, que varias veces soportó mis engreimientos. Y eso que una vez me le sublevé.

¿Le hizo la “revolución”?
He querido decir que tuve un rapto de altivez. Fue cuando el Mariscal quiso formar el batallón “Marina”. Llamó a palacio a los oficiales escogidos de los distintos regimientos. Yo fui destacado del Ayacucho. Ya me habí­a conocido en La Palma y después en la campaña de Arequipa contra Vivanco. Pues bien, Castilla revistó uno a uno a todos los oficiales congregados y al llegar a mí, se detuvo observándome y me dijo: “¿Cómo se Ilama Ud. capitán?”. Me impresionó desfavorablemente el olvido que el mariscal habí­a hecho de mi nombre y le contesté: “Soy, excelentí­simo señor, el hijo de don Domingo Cáceres, cuya hacienda fue destruida por el general Vivanco, por haber sido leal a Ud. Estuve en la batalla de Arequipa, donde fui herido casi perdiendo un ojo; me llamo Andrés Avelino Cáceres”. “Hola, hola”, replicó el mariscal: “Con que Ud. es el capitán Cáceres, hijo de mi amigo don Domingo. Bueno, bueno, Ud. se quedará en su cuerpo”. Y me quedé en mi batallón Ayacucho, en el cual me habí­a iniciado y en el cual continué hasta que fui a Francia, como agregado militar.

Su cicatriz en la cara, Mariscal… 
Esta “condecoración” la recibí­ en la torna de Arequipa, en 1856. El Mariscal Castilla que habí­a acampado en las afueras, llevó a cabo, por varias noches, simulacros de ataque, que tení­an al enemigo en sobresalto. La noche que decidió darlo por cierto, me ordenó que avanzara con mi compañía y me apoderara de la 1ra. trinchera enemiga. Sin vacilar, ejecuté esa orden y sorprendiendo a los ocupantes, logré capturar la trinchera, regresando a dar parte al mariscal de mi cometido. Entonces, Castilla me mandó: “siga Ud. avanzando sobre la ciudad, tomando las alturas hasta los conventos de San Pedro y Santa Rosa”. Y, aunque pensaba que era una crueldad enviarme así­ al sacrificio, no dudé, y deslizándome por los techos fui avanzando hasta el primero de los conventos. No sé cómo logré saltar los innumerables obstáculos hasta de repente hallarme dentro de la bóveda, próxima a la torre. Por el camino había perdido a muchos soldados, muertos por descargas vivanquistas. Desde la torre de Santa Rosa, el fuego que se hací­a sobre nosotros era incesante.
Pero, los 2 cuerpos que formaban la 1ra. división del Mariscal Castilla habían desembocado por calles paralelas al convento y así­ cayeron sobre el atrio y el interior, obligando a los enemigos a abandonarla. Entretanto yo subí­a, con los mí­os, hasta la torre y ahí­ tuve que soportar el fuego desde la torre fronteriza de Santa Marta. Mientras, Castilla había penetrado al convento por otro lado. El coronel Beingolea, subió a la torre, creyéndola vací­a y se dio de bruces conmigo y mis soldados. Calcule Ud. la sorpresa de ambos, a punto de acribillarnos mutuamente. “Acabamos de tomar el convento”, me dijo; “Mi coronel: ya la habí­a tomado yo”, contesté. El coronel me abrazó y me anunció que harí­a conocer a Castilla esa hazaña. “Está ahí­ abajo, con todo el Ejército”, y se fue.


Yo continué haciendo frente al fuego de los de Santa Marta, y mostrando a mis soldados el blanco hacia el que debí­an disparar, un balazo me derribó cegándome. Me recogieron mis soldados y me bajaron al refectorio del convento, en donde el sargento Coayla y el cabo Huamaní­, me atendieron. Estuve privado del conocimiento. Cuando lo recobré hallé a mi lado al capitán Norris, uno de mis mejores compañeros, que me preguntaba qué deseaba. “Agua, muero de sed”, contesté. Al poco rato regresó con un plato de mermelada y una garrafa de agua. El dulce no me era necesario, ni podrí­a ingerirlo. Tení­a la mandí­bula apretada. Apenas una pequeña ranura dejaba pasar el agua. Bebí­, desesperado, parte del contenido de la garrafa y el resto hice que me lo vaciaran en la cara, para que me lavara la herida, casi desfallecido. El médico dijo que la herida era mortal. El capellán estuvo a punto de darme la extremaunción… Entonces mis soldados me trasladaron a casa de una señora de apellido Berrnúdez, porque el tifus infectaba a los heridos en el convento y me hubiera terminado de matar. En mi nuevo alojamiento me trató el doctor Padilla, extrayéndome la bala a exigencia de mi tropa. Ellos me salvaron la vida.

¿Y cómo fue su convalecencia? 
Recuerdo que las madres del convento que me habí­an tomado afecto, me enviaban allí­ la dieta. ¡Qué tortas! ¡qué dulces! Y aquí­ viene lo curioso: una vez convaleciente, iba a almorzar al convento y la madre superiora, muy seria, me habló un dí­a así­: «Teniente, usted ha renacido en este convento, verdad?”, “sin duda, reverenda; de aquí­ me recogieron casi cadáver y aquí­ me comenzaron a curar, a Ud. debo cuidados que no sabrí­a cómo agradecer”. “¿Y por qué no deja Ud. la carrera y se hace fraile?” Casi me caigo de espaldas de la impresión. Tuve que contener la risa: “¡Yo fraile, madre! No soy digno de vestir los hábitos…”. Hube de apelar a todos mis recursos oratorios para hacer desistir a la madre. La pobre sufrió un desencanto. ¡Ya me veía con cabeza rapada, capuchón y sotana!

Mariscal, ¿cuál ha sido la época más feliz de su vida? 
Los mejores dí­as de mi vida, durante mi juventud, por supuesto fueron los pasados en Arica, cuando estuvimos de guarnición, antes de la toma de Arequipa. Tuve gran partido entre las muchachas ¡me divertí­ mucho!

¿Mariscal, y el recuerdo más satisfactorio de su vida militar?
La campaña de La Breña, es, la página más honrosa de mi vida militar. No vaciló en proclamarlo yo mismo. Me enorgullezco de ella. Tengo muy presentes y me acompañarán hasta la tumba, todos los entusiasmos, todas las satisfacciones, todas las decepciones, y amarguras también, que experimenté durante esos tres años de constante batallar. Todos los que se agruparon a mí, para continuar la campaña y arrojar al odiado enemigo del país, aún después de los desastres de San Juan y Miraflores y la toma de Lima, rehuyeron ayudarme… Ambiciones, rencillas, pequeñas pasiones, todo se coaligó contra mí, que defendía la patria, cuando todos la dejaban abandonada al infortunio, el recuerdo de mis soldados y guerrilleros, el pueblo en armas, marchando entre punas y quebradas, airosos y bravíos, ellos fueron los grandes héroes anónimos que algún dí­a la historia reivindicará.

¿Cierto que el Kaiser, reconoció en Ud. al vencedor de Tarapacá? 
Claro. Fui a la audiencia que pedí­a en mi carácter de ministro del Perú y el Káiser avanzó hasta alargarme la mano: “Tengo el gusto de estrechar la mano al vencedor de Tarapacá, esa gran batalla ganada después del desastre de San Francisco”. El Rey de España cuando me conoció, me dijo: “Se conoce que Ud. ha combatido siempre de frente, general”. Aludí­a a la cicatriz que llevó en el rostro. Y el de Italia: “Celebro mucho conocer al general que tantas glorias ha dado a su paí­s”.

Entrevista al Mariscal Andrés Avelino Cáceres, en el diario La Crónica, 27 de noviembre de 1,921, con ocasión del 42 aniversario de la victoria de Tarapacá, durante la Guerra del Pacífico.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

El último cartucho de Bolognesi y la muerte de Alfonso Ugarte (versión Chilena)

Autor: Gonzalo Búlnes 
Historiador Chileno

Bolognesi fue un gran patriota. Tiene la característica de los hombres superiores. No salen de su boca ni de su pluma palabras destempladas, ni balandronadas pueriles. Es culto y atento con el enemigo. Cuándo el patriotismo se envuelve en un manto de modestia, el hombre desaparece ante la idea que lo alienta y su sacrificio toma un carácter impersonal. Así le sucedió a Grau y le sucederá a Bolognesi.
Bolognesi no supo en los primeros momentos lo ocurrido en el Campo de la Alianza. El día del combate sintió el cañoneo. Vio dibujarse allá a lo lejos, en el cielo azul, columnas de humo, pero no pudo inquirir lo que ocurría. El telégrafo a Tacna estaba cortado. Ningún emisario llegaba del campo de Montero a comunicarle nada. Vinieron después algunos dispersos; los originarios de Arica que se restituían a su hogar, huyendo de la derrota, pero como soldados rasos no comprendían lo sucedido y repitiendo lo que circulaba en Tacna a su salida decían que Montero se había retirado a Pachia con parte considerable del ejército y que Leiva con las fuerzas de Arequipa amenazaba a los chilenos por Sama. Bolognesi, bajo esta falsa impresión, que era la misma que había recogido Vergara en Tacna, telegrafiaba al Prefecto de Arequipa por la vía del cable a Mollendo, diciéndole:

“Mayo 28. Sé que a Montero le queda una parte importante del ejército, y el objeto de ésta es decirle que Arica resistirá hasta el último”.

Francisco Bolognesi
Otra comunicación telegráfica:

“Mayo 28. Si se asedia al enemigo desde Sama o Pachia, creo que salvan Arica y Tacna. Todo listo aquí para combatir”.

Los cañones chilenos se colocaron muy lejos por temor de ser bombardeados por las piezas de largo alcance de la plaza, y la guarnición de Arica en vista de la ineficacia de esos disparos, perdió el prestigio por la artillería enemiga, y concibió esperanzas que hasta entonces no abrigaba. Encontrábase la plaza bajo esta impresión cuando Baquedano despachó, en calidad de emisario, a solicitar su rendición al comandante de artillería, Salvo. Este fue recibido con decoro, con los ojos vendados, y conducido a la presencia de un anciano de barba blanca que lo trató con dignidad. Era Bolognesi. Aquel le comunicó la comisión que lo llevaba ante él; Bolognesi le contestó que los defensores de Arica estaban resueltos a perecer antes que a rendirse. Y para dar más autoridad a su palabra llamó a los jefes principales y renovó su declaración delante de ellos.
En seguida telegrafió a su Gobierno por medio del Prefecto de Arequipa.

“Junio 5. Parlamento enemigo intima rendición. Contesto, previo acuerdo jefes: resistiremos hasta quemar el último cartucho”.

En la tarde del 6, terminado el bombardeo, Lagos envió a Elmore a pedir por última vez a Bolognesi que rindiese la plaza y a prevenirle que no podría responder de sus soldados si estallaban las minas. El emisario era bien elegido, porque podía hablar el lenguaje de la verdad diciendo lo que había visto, y hacer consideraciones que eran vedadas aun parlamentario chileno. Es casi seguro que Elmore explicaría a Bolognesi el efecto decisivo del combate de Tacna, y la fuerza que conservaba el vencedor. Quizás le significó que debía abandonar la ciega confianza que ponía en las minas porque el Cuartel General chileno se había apoderado del plano de conexión de los alambres al aprehenderlo a él. Estas son suposiciones aunque muy verosímiles. Lo que se sabe de esa conferencia es que Elmore dejó constancia por escrito de que su misión era pedir la capitulación, a lo cual contestaron los sitiados así:
“Puede usted regresar y decir que no obstante la respuesta dada al parlamentario oficial, señor Salvo, no estamos distantes de escuchar las proposiciones dignas que puedan hacerse oficialmente, llenando las prescripciones de la guerra y del honor”.


Así permanecieron los cuerpos hasta la alborada del 7. En la media noche Lagos hizo que dos oficiales del Estado Mayor recorriesen ocultos el terreno que separaba los regimientos de sus objetivos para que llegando el momento les sirviesen de guías. Esos oficiales fueron los capitanes don Belisario Campos y don Enrique Munizaga.
Cuando la semi claridad de las primeras luces matinales empezaba a disipar la neblina de la costa, cada regimiento salía de su campamento agazapado, tomando infinitas precauciones para no ser visto o sentido, guiado por aquellos oficiales, distribuido en compañías separadas entre sí por una distancia de cincuenta metros. Cada regimiento constaba de dos batallones. Las compañías delanteras del 3º eran las de los capitanes don Pedro A. Urzua y don Leandro Fredes. El primer batallón del 4º lo mandaba el comandante don Juan José San Martín; el 2º, el comandante don Luis Solo Zaldívar. El primer batallón del 3º, el coronel don Ricardo Castro; el segundo, el comandante don José Antonio Gutiérrez.

Los centinelas de la Ciudadela sintieron rumor e hicieron fuego. La plaza se despertó con los disparos de rifle que dibujaban culebrinas de luz en el claro oscuro de la mañana. Cada cual corrió a su puesto.
El Regimiento número 3, al verse descubierto, emprendió el asalto del fuerte de carrera, bajo una granizada de balas y llegando a las murallas de sacos, los atacó con sus yataganes y cuchillos. La arena se corría por los agujeros, los sacos más altos caían desplomados y los soldados saltando sobre ellos penetraban al recinto minado. El parte oficial del jefe del Regimiento número 3 deja constancia que el primero en escalar la Ciudadela y arriar el pabellón enemigo fue el subteniente don José Ignacio López. La avalancha humana penetró a ese recinto y el duelo de asaltantes y asaltados continuó a quema ropa dentro de la estrecha plazoleta circundada con la arena de los sacos que habían sido vaciados.

¿Qué hacía Bolognesi? 
Bolognesi había creído que el enemigo iniciaría su ataque por los fuertes del bajo, engañado por la estratagema ya conocida y, como lo manifesté, en ese concepto había enviado el 6 en la tarde la división de Ugarte en resguardo de ellos. Esa división constaba de 600 hombres más o menos. Se componía de los batallones Tarapacá mandado por Zavala y del Iquique, por Sáenz Peña. Roto el fuego en la Ciudadela, Bolognesi dispuso que Ugarte volviese de prisa a los fuertes atacados subiendo un camino de arriería que comunicaba el Morro con el pueblo de Arica, pero como el avance de los chilenos era tan impetuoso y rápido no alcanzó a llegar al alto sino la mitad de la división, y la otra fue cortada por los atacantes, los que, dueños de la cima, barrían con sus fuegos el áspero sendero que seguían los peruanos. Los que alcanzaron a subir se juntaron con los fugitivos de los fuertes a la entrada del Morro.

Cuando los soldados del 3º penetraron al recinto de la Ciudadela, el suelo crujió con dos formidables estallidos de dinamita que hicieron volar por el aire a una parte de los ocupantes y que levantaron una nube de piedras, de cabezas, brazos, piernas que cubrió el aire. Un teniente del 3º don Ramón T. Arriagada, arrojado por la explosión hasta una altura de siete u ocho metros, cayó ileso, pero completamente desnudo y sordo, de lo cual no se curó jamás. Al subteniente del número 3 don José Miguel Poblete le desprendió la cabeza, dejando el tronco palpitante en el suelo. Muchas otras escenas horribles causó el traidor estallido. Pero la brecha de los sacos estaba abierta y por allí se precipitaban los asaltantes y al sentir el estampido de la dinamita y ver sus terribles efectos, se precipitaron como fieras bravías contra los defensores del recinto y los pasaron a cuchillo. El suelo se cubrió de sangre coagulada. En vano los jefes ordenaban tocar a los cornetas “cesar el fuego”. Nadie oía la voz de la clemencia. El Comandante Gutiérrez decía: los jefes y oficiales estábamos roncos de gritar. Entre las víctimas figuraba el Coronel Arias. El fuerte estaba tomado.

Lo mismo ocurrió en el castillo del Este. Aquí se desarrolló una escena igual.
La marcha del Regimiento número 4 fue sentida y la guarnición que dirigía el Coronel Inclán rompió sus fuegos contra él. La tropa chilena emprendió el asalto a la carrera, dejando muchos muertos y heridos. Llegada al pie de la trinchera rompió los sacos con los cuchillos y saltando sobre la muralla desplomada penetró a la fortaleza. La resistencia peruana fue aquí menor que en la Ciudadela. La guarnición también era menor. En minutos los asaltantes habían derrumbado los muros de arena y penetrado al recinto, que estaba vacío, porque los peruanos se retiraron a los reductos de Cerro Gordo que protegían la entrada del Morro. Inclán murió defendiendo su puesto.
Separémonos un instante del campo de batalla del alto y veamos qué ocurría en los castillos de la orilla del mar. La principal defensa de ellos, que era la división de Ugarte, ya no estaba allí. Como lo he dicho, había sido llamada por Bolognesi en auxilio del Morro y aquellos fuertes no tenían sino su dotación de artilleros. Cuando el combate del alto estaba avanzado, llegó hasta ellos el Lautaro, desplegado en guerrillas, dirigido por el Coronel Barboza.

La guarnición peruana no intentó resistir o más bien su resistencia fue muy débil. Así lo dicen los partes oficiales de Barboza y del jefe del cuerpo. Comandante Robles, y lo atestigua el que el Regimiento 110 tuviera sino ocho heridos. El jefe peruano reventó los cañones con dinamita y la guarnición se puso en fuga hacia el pueblo donde quedó acorralada, junto con los soldados de la división de Ugarte que no pudieron subir al Morro. Los fuertes de la plaza, la Ciudadela y el Este estaban en poder de los chilenos. Faltaba el Morro y sus defensas de Cerro Gordo.
Cuando los soldados del Regimiento número 4 tomaron posesión del recinto amurallado del fuerte Este, se oyó un grito, que no se sabe quién lo dio ni de dónde partió: ¡al Morro, muchachos! La tropa, olvidándose de la orden recibida que era esperar al Buin, se precipitó por el sendero fortificado que conducía a aquel punto, uniéndosele en el camino soldados del 3º que en esos momentos triunfaban de la resistencia de la Ciudadela. El suelo estaba sembrado de minas automáticas y a medida que avanzaban los soldados cuidaban de saltar sobre los puntos en que se notaba que el suelo había sido removido por temor de pisar un fulminante. Así llegaron a las primeras trincheras colocadas en elevación, habiendo pasado bajo los fuegos la línea ondulada que las precedía, en medio de una lluvia de balas, y ora con sus rifles, ora a la bayoneta las fueron forzando todas, una tras otra, y así caminando sobre cadáveres y heridos llegaron a las puertas del Morro, en cuya plazoleta ondeaba la última bandera del Perú.

Versión romántica del sacrifico de Alfonso Ugarte
En el espacio llano que coronaba el cerro estaban los sobrevivientes de las trincheras y castillos, la guarnición del Morro, y todas las grandes reputaciones de Arica: Bolognesi, Moore, Ugarte, Sáenz Peña, Blondel. Los asaltantes invadieron el recinto en una carrera agitada y vertiginosa revueltos los oficiales con los soldados. El Comandante San Martín había sido herido de muerte en el trayecto de Cerro Gordo al Morro. El glorioso Regimiento iba mandado ahora por Solo Saldívar.
Al ver invadida la plazoleta del Morro, Bolognesi mandó suspender los fuegos. Comprendió que la resistencia era imposible, y debió decirse que su deber estaba cumplido. No quiero que esta aseveración, que ofende la leyenda peruana de la defensa de Arica, descanse en mi palabra. Lo dice oficialmente el comandante de las baterías. Coronel Espinosa, en el parte de la acción, dirigido al Jefe del Estado Mayor del Perú:
“Mientras tanto la tropa que tenía su rifle en estado de servicio seguía haciendo fuego en retirada, hasta que los enemigos invadieron el recinto (del Morro) haciendo descargas sobre los pocos que quedaban allí. En esta situación llegaron a la batería el señor coronel don Francisco Bolognesi, Jefe de la plaza; coronel don Alfonso Ugarte; el teniente coronel don Roque Sáenz Peña que venía herido; sargento mayor don Armando Blondel, y otros que no recuerdo, y como era ya inútil toda resistencia ordenó el señor Comandante General que se suspendiesen los fuegos, lo que no pudiendo conseguirse de viva voz fue el señor Coronel Ugarte personalmente a ordenarlo a los que disparaban sus armas al otro lado del cuartel, en donde dicho jefe fue muerto. A la vez que tenían lugar estos acontecimientos las tropas enemigas disparaban sus armas sobre nosotros y encontrándonos reunidos los señores Coronel Bolognesi, capitán de navío Moore, Teniente Coronel Sáenz Peña, el que suscribe y algunos oficiales de esta batería, vinieron aquellos sobre nosotros y a pesar de haberse suspendido los fuegos por nuestra parte, nos hicieron descargas de las que resultaron muertos el señor Comandante General, coronel don Francisco Bolognesi y comandante de esta batería señor capitán de navío don Juan Moore, habiendo salvado los demás por la presencia de oficiales que nos hicieron prisioneros”.

Se ha imputado al ejército chileno una crueldad inhumana, haciéndola extensiva a los jefes, suponiendo que la matanza del fuerte Ciudadela y el de los jefes del Morro obedeció a una consigna u orden del día de no hacer prisioneros. Lo que allí ocurrió es imputable únicamente al carácter desordenado del ataque y a la excitación de la dinamita. Pero si esto tiene explicación, no la tiene para la historia imparcial el fusilamiento inhumano de algunos soldados peruanos acorralados en la plazoleta de la iglesia de Arica, pertenecientes a aquella tropa del Iquique y del Tarapacá que no alcanzó a subir al Morro y que se encerró en ese local. Nunca se ha sabido quien dio semejante orden o si los soldados procedieron por impulso propio, enfurecidos como estaban por el estallido de las minas. Ha pasado ya suficientemente el tiempo apagador de las pasiones, para que tanto en el Perú como en Chile se rinda justo homenaje de admiración a vencedores y vencidos. Y así como el recuerdo de esta portentosa hazaña será siempre un timbre de orgullo para los chilenos, es una acción honrosa para los defensores de la plaza, que pelearon por dar al Perú una tradición y un ejemplo. Bolognesi, Moore, Ugarte, Blondel fueron los últimos defensores de su Patria en el departamento de Moquegua y lucharon en el último pedazo de tierra firme que les era permitido pisar. El enemigo perdió ese día entre 700 y 750 hombres, y los chilenos entre muertos y heridos 473. Los prisioneros peruanos fueron 1,328, comprendiéndose 18 jefes y oficiales.

“Guerra del Pacífico de Tarapacá a Lima”. Publicado en 1914 en Valparaíso. Páginas 362, 363, 369, 370, 372, 380-388.