viernes, 9 de diciembre de 2016

-Batalla de Ayacucho-

El 9 de diciembre de 1824 las tropas dirigidas por el general Antonio José de Sucre derrotaron al ejército realista en la batalla de Ayacucho. Para los historiadores fue la batalla decisiva de la liberación latinoamericana. Después de Ayacucho hubo algunas pequeñas refriegas y en una de ellas -el combate de Tumusla en territorio de Bolivia- fue muerto el general realista Pedro Antonio Olañeta, el jefe del último foco de resistencia monárquica. Olañeta fue ejecutado por uno de sus oficiales porque, precisamente, después de Ayacucho, los soldados y oficiales realistas empezaron a desertar de una causa que había perdido objetivos y destino. Ayacucho entonces fue la batalla que puso punto final a la resistencia de los ejércitos realistas a los procesos de liberación iniciados en 1810 en diferentes puntos del dominio hispanoamericano.
A esta batalla ambos ejércitos llegaron en el límite de sus fuerzas. Los criollos habían sufrido derrotas y rebeliones internas que prefiguraban nuevas borrascas hacia el futuro; los realistas, por su parte, proyectaron en estas tierras las disensiones políticas de la península y el testimonio de esas discordias se expresaba en los recientes enfrentamientos armados entre las tropas liberales del virrey José de la Serna y las dirigidas por general absolutista Pedro Antonio Olañeta.

Capitulación de Ayacucho
La batalla de Ayacucho se inició alrededor de las once de la mañana y antes de las dos de la tarde los realistas estaban derrotados y su jefe máximo detenido y gravemente herido. La batalla no tuvo un resultado prefigurado de antemano. Los ejércitos estaban dirigidos por generales lúcidos y valientes, aunque es probable que los realistas, como consecuencia de sus recientes guerras internas, hayan asistido al combate algo más debilitados.
Conviene recordar, al respecto, que así como en 1820 la causa americana se favorece gracias a la rebelión de signo liberal que en España protagoniza el general Rafael de Riego, en 1824 el escenario internacional vuelve a complicarse cuando Fernando VII derrota y ejecuta a Riego gracias al apoyo e intervención de los ejércitos de la Santa Alianza. Como en 1814, este rey canalla y miserable que fue Fernando VII, instala la monarquía absoluta, deroga la constitución liberal de Cádiz y pasa por las armas a todos los disidentes liberales. Este combate entre liberales y absolutistas es el que se libra en Perú y el Alto Perú entre las tropas españolas, conflicto al que debemos estar agradecidos porque la victoria criolla pudo darse gracias a esta fractura.
El héroe de Ayacucho fue el general Sucre. Para los entendidos en estrategia militar, se estima que el plan de batalla elaborado por este bravo militar fue una obra de arte, un armonioso y sincronizado despliegue de las alas derecha e izquierda y una ofensiva en el centro que despedazó a las tropas españolas. Sucre aún no había cumplido los treinta años. Entre sus antecedentes se registraba la victoria de Pichincha, su participación en innumerables combates en Venezuela, Colombia, Ecuador y Perú y su adhesión leal al liderazgo de Simón Bolívar. Después de Ayacucho, Sucre fue el forjador de Bolivia y uno de los jefes militares que con más entusiasmo defendió un proyecto político de largo alcance territorial. Ninguno de estos méritos impidió que el 4 de junio de 1830 fuera asesinado en una emboscada tendida por sus enemigos en el marco de las feroces guerras civiles desencadenadas luego de la derrota de los realistas.
La batalla de Ayacucho concluyó con un acuerdo firmado en el mismo campo de batalla por los jefes españoles y el general Sucre y su estado mayor. Allí los realistas dieron por concluida la guerra, por su parte Perú se comprometía a pagar los servicios prestados por los otros países en la gesta liberadora y los vencedores se hacían cargo de respetar la integridad física y moral de los soldados y oficiales derrotados.
Años después, algunos historiadores han dicho que la batalla de Ayacucho estuvo precedida de un acuerdo de la masonería consistente en fingir un enfrentamiento armado con un resultado acordado de antemano. Se suponía que los liberales españoles liderados por José de la Serna tenían más puntos en común con los patriotas que con sus paisanos absolutistas seguidores de Fernando VII y simpatizantes de las ejecuciones que el rey perpetraba en España. Esta hipótesis no está comprobada, pero circula en ciertos ambientes como si fuera moneda legal.
Quienes la han refutado con entusiasmo han sido los propios oficiales españoles cuando regresaron a Europa y se les reprochó esta falta. No era para menos. En Ayacucho murieron alrededor de dos mil soldados, muchos americanos, pero también españoles, por lo que se hace poco creíble que se haya montado un simulacro de batalla con semejantes costos humanos.
Batalla de Ayacucho- Pampa de la Quinua
Mucho más interesante y macabro fue la suerte corrida por los oficiales americanos que participaron en Ayacucho. Sucre -decíamos- fue asesinado en una emboscada y su cuerpo quedó a merced de las alimañas durante días. Hasta el día de hoy no se sabe con exactitud la causa y los autores reales de su muerte. El héroe de Ayacucho, el general José María Córdova, el hombre cuyas inspiradas decisiones en el campo de batalla garantizaron la victoria, fue asesinado en 1829 en las cercanías de Bogotá por un oficial inglés. El general Agustín Gamarra, jefe del estado mayor, fue otro de los militares consumidos en la hoguera de las guerras civiles y las intrigas políticas. Gamarra pereció en combate en territorio boliviano en 1841, después de intentar una vez más anexar Bolivia al Perú.
El general Simón Bolívar murió en 1830, solo, deprimido y agobiado por las enfermedades y las culpas. Una de sus ultimas reflexiones al respecto fue “He sido víctima de mis perseguidores que me han conducido a las puertas del sepulcro”. Por último, el general José Francisco de San Martín para 1824 ya hacía unos cuantos meses que estaba en Europa, exilio que se prolongará durante más de veinticinco años, es decir, hasta su muerte.
Capítulo aparte merece el general inglés Guillermo Miller, soldado de cientos de combates en Europa y América, en 1817 se suma al Ejército de los Andes dirigido por San Martín y, luego de su desempeño heroico en Cancha Rayada, es designado edecán del general. A partir de allí se inicia entre ambos una amistad perdurable que se expresará luego a través de la correspondencia y quedará registrada en el libro de Memorias que años después escribirá Miller en Inglaterra. Miller no muere joven, ni en el campo de batalla. Tampoco es ejecutado. Pero de alguna manera es también una víctima de las guerras civiles. Cuando regresa a América, luego de una estancia en el Viejo Mundo, concluye enredado en ese infierno de intrigas que eran Bolivia y Perú y, como consecuencia de ello, es degradado y su nombre desaparece de todos los archivos oficiales.
Miller murió en 1861 pobre y olvidado. Presintiendo la hora de la muerte exigió morir en un barco británico. Cuando luego le hicieron la autopsia, descubrieron que en su cuerpo había dos balas “ganadas” en algunas de las innumerables batallas que lo tuvieron como protagonista en un tiempo en que los militares encabezaban las cargas de caballería y los combates cuerpo a cuerpo. Como Napoleón, el general Miller se jactaba del número de caballos que sintió morir bajo sus piernas mientras cabalgaba en el campo de batalla.
El ejército de Sucre en Ayacucho estuvo integrado por soldados y oficiales de diversos lugares de América y Europa. Algo parecido podría decirse de las tropas de José de la Serna. En el caso de los criollos, habría que destacar la participación de nuestros granaderos a caballo, cuyo arrojo en el combate ya había sido ponderado por Bolívar y Sucre en Junín. Los “granaderos a caballo” se alinearon bajo las órdenes del general francés Alejo Bruix, pero en términos prácticos quien los dirigió fue el oficial José Félix Bogado, el mismo que luego de Ayacucho regresará un año y medio más tarde a Buenos Aires al frente de alrededor de cien granaderos, algunos de los cuales habían combatido desde el bautismo de fuego de San Lorenzo hasta Ayacucho, sin faltar a ninguna cita donde estuviera en juego el destino de la causa emancipadora.
Los granaderos arribaron a Buenos Aires en febrero de 1826, pero allí no los esperaba nadie y nadie estaba dispuesto a rendirles homenajes u honores a quienes llegaban después de haber combatido durante trece años y participado en más de cien combates defendiendo la causa de la emancipación americana como se los había enseñado San Martín. Pero esa ya es otra historia.

FUENTE: Ellitoral.com

viernes, 2 de diciembre de 2016

La Constitución de Huancayo de 1839: «un parto monstruoso»

Nacida en medio de las conmociones intestinas que habían desgarrado la patria; formada por hombres sin ideas ni principios, en su mayor parte; dirigida por un soldado [Agustín Gamarra], a quien un triunfo había sometido todos los hombres y todas las cosas, cuya ciencia administrativa se reducía tan solo a la intriga y a los sórdidos manejos de las conspiraciones y que, colocado de nuevo, por la fortuna en el primer puesto de la nación, deseaba dotarla de instituciones que redundasen en provecho exclusivo de sí mismo y de sus allegados; ¿qué podía resultar sino un parto monstruoso en que se sacrificaban la justicia y los intereses de la generalidad, para que sirviesen de pedestal a la dominación de una oligarquía exclusivista, despótica y privilegiada?

Agustín Gamarra: Caudillo militar
La obra pareció, sin embargo, perfecta a sus autores, y, enamorados de ella, la rodearon de mil trabas que se opusieron a la reforma, no solo de toda entera, sino de las más insignificantes de sus disposiciones; como si hubiesen querido amoldar el país entero a una medida informe y extravagante, o como si los pueblos fueran para las instituciones y no las instituciones para los pueblos. Licurgo mismo, que inventó un código extraño y sorprendente, tuvo en cuenta el carácter de sus conciudadanos, para someterlos a un yugo de fierro e imponerles una existencia cuasi monástica. Su legislación duró algún tiempo; pero al fin pereció, a pesar del juramento solemne que Esparta hizo para conservarla, al embate de las transformaciones operadas en las costumbres y en los hábitos del pueblo.
Nuestros legisladores del año 39 se creyeron más sabios y más poderosos que todos los legisladores del mundo; mucho más que el mismo Dios que dio el código de leyes que debía regir al pueblo de Israel. La legislación hebraica presenta, en efecto, una circunstancia admirable. Fue dada una sola vez y no se la sometió jamás a modificación alguna; pero desde su principio, contuvo las bases fundamentales de los diferentes sistemas de gobierno que se habían de suceder en la nación judía.
Para los candorosos autores de la Carta de Huancayo, nada más perfecto ni más completo que su obra, y, si debiera precederse según las fórmulas por ellos establecidas, su reforma sería imposible. Prueba de ello son las vanas recomendaciones del mismo poder ejecutivo y las infructuosas tentativas de algunos miembros de las cámaras. Felizmente el país entero se ha pronunciado por la reforma; la prensa periódica ha secundado esa impulsión con fecundas y luminosas producciones y, por nuestra parte, queremos también contribuir en algo a tan magna empresa.

Escrito por el insigne jurista Toribio Pacheco y Rivero (1828-1868) en Cuestiones Constitucionales.